El dulce silabario de la infancia
Hay gente que pasa por nuestras vidas con la única intención de marcarnos para siempre.
Personas que comprueban desde lo empírico que el tiempo es la unidad más relativa que existe en el universo, pudiendo pasar un segundo por nuestras vidas y dejando una huella hasta el fin de los tiempos.
¿Cómo, entonces, no habría de marcarme a fuego alguien que fuera parte de mi infancia?
Piedra angular de mi formación académica (primaria, lógicamente) y sin dudas la persona a quien le debo la capacidad de traducir en palabras cada pensamiento, sentimiento o experiencia.
Beatriz Manuela Blanco, era una mujer increíblemente culta que en su vida había viajado por todo el mundo (bueno, seguro que no todo, quizás solo recorrió tres países o veinte... solo tengo el recuerdo de mi infancia y algunas fotos que así lo certifican).
En esas vueltas de la vida, conoció a mi Abuela -antes de mi existencia- y se hicieron muy amigas.
Tanto, que se había ganado un lugar en nuestra familia, y en nuestro hogar viviendo con mi Abuela, mi Vieja, mi Hermana mayor y yo (fui críado por esas 4 mujeres, pero eso será motivo de alguna otra publicación).
Hincha de Racing, tengo el vivo recuerdo de su imagen sentada en uno de los dos sillones verdes del comedor escuchando cada fin de semana los partidos de la Academia.
Nunca supe bien qué hacía, pero era parte de su ritual escribir algo en unos pedacitos de papeles que doblaba y agitaba entre sus manos, sacando uno al azar (siempre imaginé que era algún tipo de pronóstico random del resultado de los partidos de esa fecha).
Además de haber sido una de las personas que más me consintió en mi niñez (nos traía a mi hermana y a los chocolates con formas de moneda de oro y libritos para colorear al volver del trabajo en el tren Urquiza), fue quien me instruyó -incluso antes de iniciada mi etapa escolar- en la lectura y escritura.
Gracias a ella, en los años inferiores de la primaria, desarrollé la capacidad de leer los artículos publicados en el diario (que no entendiera de qué goma hablaban, es harina de otro costal) y -casi- no tenía errores ortográficos en la escritura.
En algún momento, mi familia me regaló el cassette de Gaby, Miliki, Fofito y Milikito "Habia una vez un disco", y por motivos que desconozco yo estaba fascinado con la canción "Señor Don Submarino".
Uno de esos Domingos, me puse a escucharla, pausarla, escribir la letra, rebobinar, escucharla, pausarla... y así hasta llegar al final de la letra.
Ella se acercó, vio que había escrito "merlusa" y me hizo reescribir la letra de la canción hasta que no hubiesen más errores. Me decía que ninguna persona estaría completa sin el correcto manejo de la palabras. Esa práctica se volvió recurrente entre nosotros; Yo escribía, ella me corregía, yo aprendía.
Cuando llegué al tercer grado, la escuela tuvo un acto donde se debía recitar una poesía en el salón de usos múltiples frente al resto de los alumnos, maestros y familiares.
Para hacer más simple que los niños se acuerden de la obra en cuestión, la maestra de lengua había decidido fraccionar las estrofas en distintos grupos.
Cada grupo diría (como si fuese un coro) su fragmento correspondiente, luego el siguiente grupo, y así hasta terminar todo el recitado.
Creo que no hace falta decir que Beatriz me preparó en la interpretación del texto, dejando en cada estrofa el alma... degustando y asimilando el concepto detrás de cada palabra.
Del grupo al que le tocaba nuestra estrofa, fui el único que quedó seleccionado. Hoy lo pienso, y no podía más de ñoño... un ñoño del que me siento bastante orgulloso, también confieso.
Qué tan fuerte puede ser la influencia de una sola persona, que al día de hoy me acuerdo de mi estrofa:
"Cuando allá en el horizonte campesino se destaca,
amparando la tristeza de una escuela solitaria.
Protegiendo, cariñosa, las humildes esperanzas que se forjan
en el dulce silabario de la infancia"
Beatriz, la mejor amiga de mi Abuela y nuestra Tía del corazón, había pasado en su etapa adulta por una Masectomía.
Para nosotros la ausencia de su pecho derecho (con una prótesis que usaba en público, debajo del corpiño, símil a una almoadilla) era algo natural, sin prejuicios ni miedos.
Y en 1988 -luego de mucho demorar la cirujía- debía realizar el mismo procedimiento con su pecho izquierdo. Así que fue al quirófano a cumplir con la intervención postergada... pero ya nunca volvió a casa.
Mi Abuela fue la encargada de darme la noticia de su muerte. Con mis 10 años y sin terminar de entender lo que me decían, solo pude lanzar un sonido gutural desgarrado. Me fui corriendo a mi pieza y, tirado boca abajo en mi cama, lloré como nunca en mi vida volví a hacerlo (al día de hoy es una de las tres heridas que no han cicatrizado, que me hacen caen las lágrimas con solo recordarlo).
Esa noche aprendí dos cosas de suma importancia:
1. A la gente que se gana un lugar en nuestras vidas, se la debe disfrutar en cada segundo que puedas.
2. La mejor manera de mantener vivo su recuerdo, era no perder ese pedacito de conocimiento que me había transmitido, que fue (injustamente) el único legado que dejó en este plano terrenal.
Beatriz Manuela Blanco era, como bien decíamos cada vez que la presentábamos a los conocidos, mi tía; pero no era mi tía... era más que mi tía.
Y a 30 años de esa noche que debí entender que todos estamos de prestado, por un ratito efímero, en este plano; Te rindo mi humilde tributo con esas palabras que vos me enseñaste a sentir, desde el alma (aunque la mirada empañada dificulte tipear apropiadamente).
No me alcanzará la vida para agradecerte este don que me regalaste de chiquito.
Este texto tiene 2163 lecturas desde el 02-04-2018
Volver atrás